7. Juego de supervivencia

    Qué me preocupa tanto, si no es más que una cáscara y tengo entendido que las cáscaras se rompen. Así que, está dicho y hecho. Todo se rompe y a nadie parece importarle. Entonces, qué más da. Porque, no es la primera vez, pero ¿será la última?

Se lo supliqué, entre dientes. El grito sordo sobre su regazo y temí romperme sin más. Pero resistí.

Orgulloso dibujaste una sonrisa en mi cara, le disté cuerda a mi cuerpo y pude seguir adelante. Lo necesito. Quise negarlo, pero lo necesito tanto que me duele cada pensamiento que irrumpe en mi cabeza.

Con cada paso de vuelta a casa, el recuerdo; la memoria me carcomió desde fuera hacia dentro.

Con cada paso, todo vino a mí como olas gigantes sobre la orilla de la playa. Insostenible.

Y ¿cómo resistí?, eso es lo que me pregunto. Ya que, como dije, no es más que una cáscara. Se puede romper. Quizá no vuelva a armarse y, entonces, nada será como antes.

Cierro los ojos y llega al momento cuando todo se rompe. Siento el sonido quebrándose, frágilmente, y casi creo que es distante, ajeno a mí. Porque necesito creer que todo es un sueño. Que todos estos pensamientos no vienen de mí, pero no dejan de venir como una bandada de pájaros en invierno. Y quisiera migrar con ellos. La necesidad de irse volando lejos y empezar de nuevo. Pero, quizá, si cierro la puerta con fuerza, todo sea parte de una pesadilla y se quede en lo más recóndito de mi memoria.

Esa noche, pestañeé con la esperanza de un viento de cambio que tocara mi ventana. Pestañeé más fuerte y más rápido, y casi pude sentir el huracán que pudiera llevarse todo a su paso. Pero abrí los ojos y supe que era cierto.

Las sábanas me abrazaron y fue todo ajeno a mí. Me sentí prisionero. Percibí sus garras acariciando mis piernas. Se me cerró la garganta. Un nudo bajo mi pecho me cortó la respiración y quise escapar, pero sabía que estábamos unidos.

Qué puedo hacer. Reflexiono y me calmo. Pienso, y siento que sigue trepando sobre mi cuerpo, dejándome marcas por toda la piel. Lo siento arder como un tatuaje que traspasa los límites. Permanente. Clavando la memoria y me voy distanciando de la realidad. Cierro los ojos. Lo aprieto tan fuerte que arde mi rostro. Luego, cuando toda su esencia yace sobre mi piel, y en lo profundo, siento la brisa marina abofeteándome.

Abro los ojos y la arena de playa se siente suave bajo mis pies. Ya estoy a salvo. Lo sé. A años luz de la oscuridad. Lejano del dolor.

Mi cuerpo se derrumba como castillo de arena sobre la orilla. La cáscara se quema como árbol azotado por un trueno en medio de la nada.

Quiero despertar ya. Dejar todo atrás. Y al abrir los ojos, cuando la luz del día entra violentamente por la ventana, traspasando las cortinas, en lo profundo de la piel yace palpitante. Y el sabor amargo no se me quita de los labios.

Con cada paso que doy, lejos de la habitación, viene como olas que rompen y quiero escapar. Sensible. Palpando cada gota que cae sobre la piel muerta y ya no siento la cáscara rota. Porque puedo inundar mi cuerpo, pero las huellas no desaparecen. Puedo arrojarme al viento, pero las marcas no se desprenden. Puedo quemarme a lo bonzo y perduran las cenizas.

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