Los mensajes que callé: Antonio, toma uno.
Cierro los ojos
y me concentro en el sonido, cómo se va resquebrajando, lentamente. Y todo
parece tan lejano. Un efecto hipnótico. Sin necesidad de ningún narcótico que
me pueda prescribir.
Y se rompe. O,
a veces, lo moldean, le dan vueltas y girones, y lo vuelven a romper.
Qué tan duro
puede ser este cascaron. Su resistencia o durabilidad. Su flexibilidad y su
voluntad para romperse y armarse, otra vez.
Prefiero pensar
que no le quedan huellas. Que todas sus piezas rotas pueden desvanecerse con un
solo soplido, porque polvo al polvo me convertí.
Pero no te
atrevas a soltar ninguna lágrima por mí. Esto es solo una muda, ya te lo dije.
Estas prendas que caen al suelo, mientras me contemplas y te acaricias, esta
piel desnuda que me viste no es nada más.
La voy a
cambiar; la piel, el color de mis ojos, lo alborotado de mis cabellos. Y me
pregunto si seguirás mirándome, con esa visión feroz que me sigue de arriba hasta
la punta de los pies. Una mirada seductora como esta danza, esta guerra que
bailamos bajo las sábanas.
Sóplame la
nuca, lámeme los labios y enciéndeme el sexo perdido y extasiado.
Una vez que
nuestros cuerpos consumados desfallezcan derrotados y las cenizas de nuestro
encuentro estén envueltas en un capricho amargo, me retiraré sigiloso como la
noche estrellada, expectante del próximo desconocido que me abrace sudoroso
sobre la cama mojada.
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