Los mensajes que callé: La fábula del ciervo y el lobo.

    Sus pasos elegantes irrumpieron la paz del desierto. Aunque sabía que sería un blanco fácil para las miradas salvajes, contoneándose orgulloso y sin miedo, se dio el tiempo para trotar sigiloso por medio de los árboles. Paseándose, sin duda alguna, hasta que unos ojos rojizos se posaron sobre su esbelta figura.

Pudo haber seguido su camino sin contratiempos, pero ya estaba harto de correr sin rumbo, asustado, oculto entre las sombras. Y quizá no era el momento para hacerse el valiente, pese a que su pulso le clamaba a escapar del lugar, pero sus ojos se encontraron con la mirada hambrienta de su cazador, enfrentándose a lo que posiblemente sería su fin.

Lo primero que llamó su atención fue su oscuro pelaje, sedoso, que imagino siendo acariciado por el viento, mientras se acercaba cuidadoso entre las rocas y plantas puntiagudas que sabía esquivar. También centró su atención en el corazón palpitante, desbocado, ansioso por hincar el diente en su cuerpo que primero estaría tenso y contrariado en la lucha, pero finalmente cedería ante el ciclo sin final.

Ese era su destino, su propósito en la cadena brutal de la vida. Cazar y ser cazado, correr y ser atrapado, comer y ser comido. Jamás tendría fin.

Mientras seguía acercándose a pasos lentos, pero seguros, se preguntó sobre la señal que le indicaría el instante preciso en que se desencadenaría la dinámica ancestral. ¿Acaso sería su corazón que le daría aviso? Maldito corazón delator.

Más tarde confesaría que hubo un segundo, una reflexión, cavilando en lo más profundo de su mente, si era mejor entregarse. Sin drama ni forcejeo, simplemente encaminarse a su destino y permitir que lo pacífico del silencio pudiera cubrirlos con su manto y cumplir su rol, pero concluyó que es parte de la naturaleza. Es inevitable. Tal como la luna que se esconde tras las dunas y luego amanece, debe suceder.

Y sucedió como cuando prendes un fósforo, el corazón se desprendió acelerado, pezuñas que corrieron fugaces, esquivando rocas, cactus, árboles en los que pensó refugiarse, pero sería su perdición. No había ocultamiento ni escapatoria. Los ojos rojos, hambrientos, sedientos de carne le perseguían tras el lomo, sin un solo segundo que perder en pensar.

Corrió porque su vida dependía de ello, pero ¿cuál era el sentido? Tarde o temprano lo atraparía y completarían el ciclo.

Tal vez solo fue una danza, un conjunto de pasos que solo le llevaron un par de minutos, pero lo sintió como una eternidad.

Sus pisadas, ligeras como plumas, le recordaron los cientos de historias ancestrales de bestias salvajes dispuestas a acechar, devorar y destruir toda vida que estuviera debajo del carnívoro.

“Soy solo comida”, pensó, cansado, atosigado de los pensamientos que le nublaron la mente, y el agotamiento le provocó una disminución en su velocidad. La cercanía se hizo evidente.

Cazar y ser cazado, percibió su bestial hambruna tras sus pasos. Correr y ser atrapado, casi podía sentir sus colmillos agarrándolo del cuello, derramándose su sangre sobre las dunas que adornaban la última cena, cuando el corazón se le escapaba del pecho y su hocico abierto sería lo último que vería, hasta su último aliento. Comer y ser comido, sus garras y dientes alcanzaron su delicado cuerpo y, como tormenta de tierra que se revuelve en el desierto, su vida y la del lobo dieron vueltas y vueltas, hasta caer rendidos por el suelo.

El ciervo sintió una ráfaga cálida entre sus patas traseras, decidido a levantarse rápidamente e implorar por un día más. Y el lobo no dejaba de salivar, yaciendo aturdido, absorto en el ensueño de haber capturado a su presa.

Sus miradas colisionaron, ojos rojos como el rubí más preciado, con la rabia contenida, desafiándolo a levantarse y seguir corriendo. Porque la caza hace el juego más divertido, excitante, y no podía estar más contento con que su presa tuviera aún sus artimañas para continuar.

Pero ¿si las posibilidades cambiaran? El poder, contraatacar para sobrevivir.

El ciervo cansado, agotado de sus actos de escapismo, creía que podía corretear un poco más y que sus patas tendrían la voluntad de arrancar lo más rápido que pudiera, al menos lo suficiente para llegar al bosque y perderse. También sintió sus cuernos fortalecerse, y aunque sabía que no valdría la pena usarlos para atacar, era una ventaja.

El lobo levantó despacio su bestial corporalidad, desafiante contra el viento, volviéndose sus ojos y orejas un poco más grandes para ver y oír mejor. Lo impulsaba la necesidad, el hambre que le apretaba las tripas y las ansías de hincar el diente sobre su delicado cuello. Saborear la sangre despedazarse entre sus colmillos, y con una sonrisa saberse victorioso.

El ciclo de la vida comenzó a correr otra vez.

El corazón le aleteó iracundo bajo el pecho, dando las primeras zancadas hacia su presa, mientras que el ciervo parecía flotar sobre las dunas, evitando, diluyéndose en el espacio.

Ambos sabían que la carrera, el juego de sobrevivencia no sería eterno y que, al adentrarse a lo espeso del bosque, finalmente traería una resolución.

El ciervo fue uno con el bosque, desvaneciéndose en la oscuridad, en lo infinito. Y el lobo no descansaría sus ojos rojos hasta encontrarlo, perdiéndose entre las sombras, en un solo destino.

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