Los mensajes que callé: Palabras sin fin.

He confiado en el poder de las palabras, a ojos cerrados, caminando por un campo oscuro, convencido de que encontraré la luz del otro lado. Pero, mientras vago por los mismos senderos del infierno, pese a la sanación que se pueda alcanzar, nadie te advierte que va a doler.

No es una quemadura ni torcedura del destino. Tal vez sea como arrancarse una bandita de una herida. Está cicatrizando, sanando bonito, pero te sacas la bandita, la rasgadura de la piel, y tirante es el dolor que escuece, que te recuerda que estás vivo.

Un solo impulso, un soplo de vida. Te recuerda que dolió, pero estás aquí.

Escribí, porque mi voz se silenció y las letras me dieron un nuevo significado.

Tenía un código oculto en mis dedos y le dieron forma a un mundo que solo transcurría en mi cabeza, como parte de mi imaginación, y cada fantasía se hizo realidad frente a mis ojos. En el papel que se empapó con la tinta y las lágrimas que me regocijan con la creación.

Escribí, porque se me hizo un hábito, quizá para exorcizar algunos demonios, darle un refugio al dolor que parecía extraviado y necesitaba del abrigo que solo mi voz cobijó a través del silencio, hasta que dejé de escribir. Me dolía demasiado.

Me vi desnudo y me asusté.

No pensé que les hice daño con mis letras y las culpé de toda causa, pero fui yo el villano de la historia. Qué ironía.

Dejé mis palabras solas, desabrigadas a la intemperie, y no me di cuenta que las necesitaba, aunque fuera pa’ llorar un poquito y sentirme acompañado, también quería sentir el calorcito que emiten cuando mi alma se siente luminosa y quiere reír.   

Y retomé la escritura, porque era un hábito, el camino para encontrarme conmigo mismo y para conectarme de nuevo con el mundo, con la luz y mi dolor. Con mi oscuridad y sus matices.

No es fácil el luchar, resistir, ni acarrear con estas palabras que no tienen fin, pero es mi vía de sanación, para afrontar mi perdición.

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