Los mensajes que callé: Consuelo.
Me habría
encantado tener la clave; la palabra precisa, el gesto perfecto.
Ese día estaba
contento y no podía ocultarlo. Los colores rebosaban por las calles y las hojas
estaban parlanchinas, contorneándose ante el resoplido del viento y podría
haberme quedado eternamente escuchándolas platicar, dando vueltas, seduciéndome
con su conversación, pero tu rostro, el recordar tu presencia me eclipsó la
alegría y le dio el paso a la culpa.
Sabía que esto
se trataba de mí, de un sueño que llevaba albergado en mi corazón, no obstante,
tu llegada, el cariño que creció entre los dos, totalmente inesperado, me
impedía decidir por mí mismo y no considerar tus sentimientos.
Te fallé.
Y seguramente
tenías pensado que la tarde la pasaríamos como siempre, comiendo chucherías
antes de servir la once, riendo con los programas de televisión que
compartimos, cuando sabes que me adelanto los capítulos, porque no puedo
controlar esa ansiedad de saber lo que va a pasar. Y nos recostábamos sobre el
sillón, poniendo tu cabeza en mi regazo, y me entregaste la más alegre de las
sonrisas, sellando tus labios con un beso rápido y casual.
Nunca pensé que
podría volverse un ritual al llegar a casa, pero, cuando el cariño crece y soy
yo el motivo de tu alegre sonrisa, realmente me hace reflexionar: ¿es este
cariño algo que vale la pena cuidar?
Sin embargo,
tras el abrazo que nos dimos al vernos por primera vez en el día, mis latidos
resaltaron y no por lo contento que me hacías sentir, sino, porque hay un sueño
que me espera para concretarse y no puedo esperar más tiempo. Ya no lo puedo
posponer. Y solo cuento con las hojas que se arrugan y luego marchitan, porque,
si no es ahora, entonces ¿cuándo?
Y sentados
frente a frente, me luzco como el presentador de las malas noticias, y aunque
no quisiera agrietar esa sonrisa tan bonita con mis ideales que ya no pueden
esperar, solo te digo que las oportunidades se dan una sola vez en la vida.
¡Vaya cliché! Convenciéndote, declarando que puede que no se me dé otra vez y,
aunque pareces comprender, te rompes en llanto, sin remedio ni consuelo.
Pero, hoy elijo
no ser el villano, solo el verdugo de nuestra historia. Y espero que, algún
día, me puedas perdonar.
No fueron
momentos en vano, palabras vacías ni falta de responsabilidad. Porque, te
quiero, ¡carajo! Alzo la voz ante los sollozos que no me dejan continuar. Por
lo que, frente a frente, somos dos sauces llorones en cuyos corazones no para
de llover.
Y quisiera
tener el poder para curarte la herida, ese corte que te hice sin intención.
Tener la clave para darte el abrazo más apretado, un simple apapacho que te
haga olvidar las malas noticias y los días de lluvia, pese a que sea yo la
razón de tu desazón.
¿Será verdad lo
que dicen? Que, cuando te hacen daño, solo deseas que te consuele la razón de
tu dolor.
Dejé de
cuestionarme sobre el gesto perfecto y seguí mi palpito que nunca me falla,
acortando nuestra distancia de enfrentamiento y aplaqué el dolor con un abrazo,
así la pena compartida solo sería media pena, y podríamos enfrentar la
tormenta, aunque las posibilidades ya no estarían a nuestro favor.
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