Silver wolf... Una breve historia de navidad.


    A lo lejos, a medida que los copos fueron arrastrados gentilmente por la suave brisa de la mañana, campanillas se escucharon como la advertencia de un villancico que estaba a punto de irrumpir el ambiente. Y tras de su ventana, observando minuciosamente cada uno de los copos de nieve que fue cubriendo sin descanso la techumbre de la ciudad, también golpeteando contra su ventana, se preguntó sobre los pormenores de la ceremonia que iba a celebrarse durante la noche, antes de encender el árbol artificial de navidad.

Todavía le costaba comprender la razón de celebrar aquellas costumbres del antiguo mundo y que sus padres empleaban con tanto ahínco, pensando que solo se trataba de un montón de desconocidos en rededor de una mesa, abarrotados con bandejas y platos llenos de un rebosante festín, a sabiendas que, fuera de las grandes murallas que resguardaban la ciudadela, un centenar de ciudadanos vivía en la miseria. Pero supuso que ese no era su problema, ocultándose bajo cada una de las tantas mesas desplegadas por el gran salón de ceremonias que bien podría albergar a todo un ejército, entretanto sus padres se vanagloriaban con su inmensa riqueza e incomparable bienestar.

Y luego de espabilar tras recordar el gran salón lleno de desconocidos, tratando de dejar atrás sus expresiones sombrías y sedientas de glotonería iluminadas por las velas, la suave brisa se convirtió en ventisca, golpeteando con mayor brusquedad cada uno de los copos de hielo sobre su ventana, despertándolo del letargo y divisó a su padre y mano derecha, también conocido como “el maestro”, caminando por el jardín que ya estaba todo cubierto por un manto blanco, seguramente discutiendo sobre los resultados de las pruebas de navegación.

¿Acaso fallé?, se preguntó con angustia, mientras se acomodaba la chaqueta llena de chapitas y condecoraciones de la academia, alzando el mentón con cierta altanería, como si tuviera que demostrar algo, para luego alcanzar a su padre y al maestro y emboscarlo con sus incesantes preguntas de niño mimado.

Pero, qué pasaría si su discusión se trataba sobre el pésimo resultado en su performance, porque, aunque reconocía sobre sus habilidades y destrezas tras el volante, incluso recibiendo elogios de los otros cadetes y especialmente de Yeon, su entrañable amigo y compañero, seguramente su padre, el gran capitán Astor Segundo, con su inimaginable experiencia en navegación, el dominio de las tripulaciones, conquistador de galaxias y colonizador por excelencia, jamás le perdonaría un desempeño paupérrimo, recordándole una y otra y otra vez aquella voz dentro de su mente, la eterna reprimenda, que no esperaba nada más ni nada menos que magnificencia.

Aunque, por qué tendría que importarle si, pensándolo bien, los elogios, condecoraciones y su buen rendimiento nunca sería suficiente para alcanzar las expectativas del gran Astor Segundo.

Toda vez que se abrigó con la chaqueta de aviador y se acercó al espejo holográfico detrás de su puerta, lució una amplia sonrisa al igual que sus brillantes y lustrosas chapitas, después abrió la puerta de su habitación sigilosamente para visualizar los obstáculos que tendría que esquivar como la servidumbre, bajar a escondidillas por las escaleras mecánicas, a su madre que estaría afinando los últimos detalles de la ceremonia y, por supuesto, los centinelas. Una tarea para nada fácil, pensó, no obstante, una distracción haría el truco.

Al salir del palacio, lo único que pudo oír fue un estruendo de la bomba que dispuso bajo el árbol navideño y las miles de decoraciones y artefactos que cayeron furiosamente sobre el suelo de mármol, rompiéndose una tras otra, e imaginando que después se haría cargo de las consecuencias de sus actos, porque, lo que más le importaba en ese momento era interrumpir la acalorada discusión que su padre sostenía con el maestro entre los jardines virtuales, a la entrada del palacio, escuchando la ventisca que soplaba con vehemencia la nieve que ya cubría toda la superficie de la ciudadela.

Y antes de cantar victoria, una voz animatrónica, más bien metálica, le imploró que se detuviera, en lo que susurró el nombre de Charlie a regañadientes, tres veces seguidas con exasperación, pero no se detuvo ni un solo segundo para que le diera la lata.

Claramente, Charlie reconoció que el estallido bajo el árbol se trataba de una de sus fechorías, por lo que el humanoide trataría de persuadirlo para permanecer dentro de su habitación, especialmente luego de otras de las explosiones que ocasionó días antes en la cena de todos los fundadores.

Si bien no se identificaba como un fanático de la pirotecnia ni de los elementos explosivos, su amigo Yeon fabricaba bombas caseras y ocasionalmente lo convencía para que, ante cualquier dilema que tuviera que enfrentar, un explosivo siempre sería la respuesta.

“Señorito… joven… amo, por favor”, seguía aullando Charlie tras su espalda, perdiéndose la voz mecánica con cada paso que dio hasta atravesar el jardín.  

Esa mañana de víspera navideña, a medida que el manto de nieve le daba la esperanza que necesitaba para desafiar las probabilidades y alcanzar la gloria, una sola frase cambiaría su vida por completo.

Supuso que se trataba de una discusión acalorada, ya que los gritos de su padre podían escucharse perfectamente a un par de metros de distancia, recordando que la voz gruesa e imponente de Astor Segundo solía penetrar incluso las paredes fortificadas del palacio, ahuyentando a la servidumbre cada que lo sermoneaba y castigaba por alguna travesura o nueva decepción. Aunque, si era honesto consigo mismo, últimamente solo eran decepciones, pensó para sus adentros, tratando de recordar alguna ocasión en la que su padre haya gritado de felicidad o se sintió genuinamente orgulloso por alguno de sus logros, dándole solo un golpecito en su hombro y recalcando que los estudios y la academia eran su deber.

Y una vez que yacía lo suficientemente cerca para irrumpir en la conversación, escuchó a su padre contrariar los argumentos de su mano derecha y alzó su voz que rompió el silencio blanco que no dejó de precipitar desde el firmamento, enunciando: “… pese a que lo intente y lo intente, jamás será suficiente. No es digno de ser mi hijo”.

Oculto entre los arbustos, sintió un ruido dentro de sus oídos como si hubiera escuchado el sonido silbante de un disparo. Y se quedó quieto por un segundo, confundido, sintiendo cómo sus latidos galopaban con rabia para ganar una carrera a la que nunca iba a alcanzar la meta. También sintió que se quedaba sin aire y, de pronto, cayó mareado sobre sus rodillas, pensando que todo el mundo le daba vueltas, pero se mantuvo varado en el mismo punto, paralizado como aquellas bellas estatuas animatrónicas que posaban en cada rincón del jardín, cubiertas todas de blanco con la nieve precipitando furiosamente, sin sentir ningún ápice de esperanza a la cual aferrarse.

Agachado sobre sus rodillas mojadas por el hielo que le caló hasta los huesos, sintió cómo sus pensamientos revolotearon y giraron en un torbellino interminable, como aves de carroña a punto de engullirse la comilona, perdiendo todo el sentido de su existencia y simplemente cerrando los ojos con resignación, mientras una lagrima reprimida se desprendió de sus ojos y rodó sobre su mejilla hasta congelarse.

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